
Son las cinco en punto y hay un hombre frente a la venta. Mira, a través del vidrio que está lleno de lunares de agua, la inmensidad del mar. Se pregunta cuánto tiempo lleva el pescador en el horizonte, le gustaría saber la suma exacta de segundos que han pasado desde que se subió a la chalupa con la esperanza interminable de encontrar peces envueltos en la atarraya, que aún está vacía.
Ilustraciones: @Vanessag.art
Vuelve a su oído el sonido del viento, que parecía rodearlo todo y siente bajo sus pies el ritmo del bote que navegaba como pidiéndole permiso a la corriente. ¿Cuánto tiempo pasaron sentados bajo el sol? ¿Fueron horas o solo minutos lo que duraron sosteniendo la caña, esperando a que los peces confundieran por comida la carnada?
Su reflejo sobre el vidrio, lo trae de vuelta. Lo mira con atención como si le costara reconocerlo. Le parece que a ese hombre dibujado en la ventana lo separan apenas segundos del niño que no alcanzaba la última repisa donde la abuela guardaba las galletas.
Para atrás, piensa,
el tiempo
pasa más deprisa.

Sopla y dibuja unos puntos suspensivos sobre la bruma que ha provocado. Justo en el tercero de ellos queda encapsulado el pescador que se ha movido apenas unos centímetros. Allá afuera, piensa, el tiempo no pasa. De seguro los minutos se quedan atrapados en la línea delgadita que une al cielo con el mar.

Suena la cafetera avisando que ya está el café, camina a la cocina y toma la jarra; vierte el líquido sobre la taza de cerámica, se la lleva a la nariz y respira profundo, luego la baja despacio hasta la boca y le da un sorbo. A Mercedes le sabía mejor, piensa, y la silueta de una mujer que fue joven y se hizo vieja a su lado, le llena la memoria.
El tiempo era otro con Mercedes, con ella las tardes eran un soplo y las noches apenas un susurro, sesenta años que bien pudieron ser sesenta segundos. La felicidad reina sobre el tiempo, se le ocurre: lo doma como un cirquero a su tigre, le pone otras reglas, lo obliga a obedecer; pero el tiempo, que se siente perdedor en su propio juego, se le escapa corriendo entre los dedos y la vuelve pasajera.

Reflexivo, se sienta a terminar el café en la silla de mimbre que ha estado desde siempre en el rincón derecho de la sala, la tristeza inevitable que precede a todo recuerdo de ella se hace a su lado en el sillón naranja. Afuera la lluvia cae más fuerte.
Mira el reloj, cinco y diez minutos.
¿Cinco y diez minutos? se levanta a revisar si las manecillas todavía están corriendo, se da cuenta que sí. Voltea la cabeza extrañado y piensa, ¿cómo es posible que haya dibujado tanta vida en tan poco tiempo?. Vuelve a la ventana, busca al pescador y lo encuentra todavía en el horizonte.
– ¿También han pasado para usted solo diez minutos? le pregunta pretendiendo que lo escucha. – ¿Es el tiempo el mismo en el mar? – repite, pero el pescador no se inmuta, está demasiado lejos, pertenece a otro mundo.

Pasan dos o tres instantes más, antes de que el hombre se rinda ante la monotonía que le propone la ventana. Da la vuelta sobre la punta de sus pies descalzos y vuelve a la mesa donde dejó el cuaderno, lo abre y con la pluma llena de tinta escribe: el tiempo es el mismo y sin embargo, no lo es.